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Caridad o nada
Hay algo profundamente inhumano en la forma en que hemos aprendido a convivir con el dolor ajeno. Vemos al que cae… y seguimos caminando. Escuchamos el grito de los que sufren… y bajamos el volumen. Nos hemos blindado contra el prójimo, cuando el prójimo es precisamente el nombre del amor. Tal vez hayamos olvidado que amar al otro no es un consejo opcional, sino el corazón del Evangelio: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano.” (1 Jn 4,20-21). En esta ceguera social aprendida, se nos escapa el rostro concreto de Dios.
Este Día de la Caridad no admite discursos neutros ni homenajes estéticos. No se trata de felicitarnos por lo que se hace, sino de preguntarnos con humildad qué más falta por hacer. Porque la caridad no es un gesto ocasional ni una tarea delegable: es una forma de estar en el mundo. Una urgencia permanente. Como recuerda el Papa Francisco, “Una auténtica fe —que nunca es cómoda e individualista— siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos” (Evangelii Gaudium, 183). Si nuestra fe no nos cuestiona, si no nos descentra, quizás hemos domesticado el Evangelio.
La caridad no puede reducirse a mitigar los efectos del mal; exige interrogar las causas. Acompañar a quien sufre no basta si no se denuncian los mecanismos que lo excluyen. El Evangelio no vino a tranquilizar conciencias sino a trastocar estructuras, a comenzar desde abajo, con los últimos, con los descartados. Cuando Jesús proclamó bienaventurados a los pobres (Lc 6,20), no estaba beatificando la miseria, sino señalando que en ellos se inaugura el Reino. La Doctrina Social de la Iglesia (DSI) lo subraya con claridad, porque las injusticias sociales y las desigualdades excesivas de riqueza contradicen el orden moral, la equidad, la dignidad de la persona humana.
Jesús no pidió sentimientos piadosos. Pidió amor concreto. El tipo de amor que se ensucia las manos, que se deja afectar, que transforma la compasión en compromiso. “Tuve hambre y me disteis de comer” no es una imagen bonita, sino un mandato que atraviesa la vida del creyente (cf. Mt 25,35). Benedicto XVI lo dijo con precisión: “El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo” (Deus Caritas Est, 28). Porque la justicia sin amor se vuelve fría, y el amor sin justicia, estéril.
Y, sin embargo, ese amor cotidiano sí existe. Cáritas Diocesana de Toledo da testimonio diario de que la caridad puede organizarse sin perder su alma. No reparte cosas: restaura vínculos. No entrega recursos: acompaña procesos. Lo mismo hacen muchas cofradías y hermandades que, fieles a su vocación, encarnan al Cristo roto que vive en los descartados. En cada gesto discreto que restituye dignidad, el Evangelio se hace carne y la DSI se vuelve acción.
Pero esta tarea no es de unos pocos. La caridad no es un anexo para creyentes, sino una responsabilidad para todos los que no han renunciado a su conciencia. La Doctrina Social lo recuerda con fuerza: “la solidaridad no es un sentimiento superficial, sino la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo Rei Socialis, 38). No podemos rezar a un Dios al que no seguimos en los pobres. No podemos comulgar con Cristo y cerrar los ojos al hermano. No podemos creer sin amar, ni amar sin actuar.
Vivimos rodeados de violencia estructural: alquileres imposibles, empleos precarios, jóvenes sin futuro, ancianos abandonados, migrantes invisibilizados. Y ante esta realidad, solo hay dos caminos: la indiferencia o la compasión activa. Jesús eligió sin titubeos. Eligió implicarse, y nos mostró que el Reino se construye desde el margen, no desde el poder. Por eso Benedicto XVI insiste: “Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos, de lo que proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con el progreso técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al mal con el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.” (Caritas in Veritate, 3). No basta conmoverse: hay que comprometerse.
Porque la caridad no es un gesto amable: es una rebelión silenciosa contra la injusticia. Es mirar al último y decirle, no con palabras sino con presencia: “tu vida vale, y aquí estoy”. Es quedarse, compartir, reconstruir. Pero también es organizar, transformar, luchar por estructuras justas. La DSI no es un anexo decorativo: es el Evangelio leído en clave social, es la fe hecha acción transformadora. Y mientras haya quien ame así —con una fe lúcida, con una esperanza activa, con una caridad comprometida—, el Evangelio no será un texto del pasado, sino una fuerza viva que cambia el mundo. Porque no solo soñamos con otro mundo posible: lo estamos construyendo. Desde abajo. Desde el amor. Desde el Evangelio.
Fernando Redondo Benito
Mayordomo de Finados
Antigua, Ilustre y Real Cofradía de la Santa Caridad