Actividades
Notas de doctrina social de la Iglesia
Artículo publicado con motivo de la Jornada Mundial de los Pobres , 14 de noviembre de 2021
La cuestión de la Pobreza desde el punto de vista de la Doctrina Social de la Iglesia
Con motivo de la celebración, el domingo 14 de noviembre, de la V Jornada Mundial de los Pobres con el lema “A LOS POBRES SIEMPRE LOS TIENEN CON USTEDES”, conviene recordar que el valor que todo hombre posee ante los ojos de Dios es uno de los principales puntos de referencia de los Papas. La encíclica Rerum Novarum (1891) de León XIII, y la posterior Quadragesimo Anno (1931) de Pío XI, culminan en Laborem Exercens (1981) de San Juan Pablo II. Las tres forman parte de la Doctrina Social de la Iglesia, y todas ellas parten del reconocimiento de la dignidad personal de cada hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Recientemente, el Papa Francisco recoge en su encíclica Laudato Si (2015) la necesidad de cuidar la madre tierra, pero no sólo por un problema ecológico, sino por ser una responsabilidad social que afecta directamente al hombre. Y en Fratelli Tutti (2020) nos exhorta a involucrarnos en la construcción de un mundo mejor.
Pablo VI, en Octogesima Adveniens (1971), subraya que la justicia requiere una valoración a partir de cada situación. No basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética; todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada persona de una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva. Esta justicia, principalmente, debe ser dinámica y transformadora de la sociedad. La justicia no está para consagrar lo establecido, sino para transformar la sociedad hacia un camino de mayor justicia. Esta visión de lo justo debe incluir el amor y la misericordia para construir una sociedad a partir de los más pobres; es decir, si queremos hablar de justicia o si queremos que la justicia se imponga o se imparta, ésta debe ser a partir de la óptica de los más pobres.
Así, la Iglesia propone una visión cristiana del desarrollo, de un desarrollo que no se reduce a un simple crecimiento económico; el desarrollo debe ser integral y promover a todo el hombre, porque en los designios de Dios cada ser humano está llamado a desarrollarse en lo personal y en lo comunitario. Por esto, la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto, no hay ninguna razón para reservarse el uso exclusivo de aquello que supera la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario. Aquí está enunciado el principio de toda propiedad: que todo bien económico tiene una responsabilidad social. No es sólo del sujeto que lo posee, sino que éste tiene una responsabilidad ante el resto de la sociedad y, por tanto, no puede disponer a su antojo de aquel bien.
Es el mismo Pablo VI, en Populorum Progressio (1967), quien denuncia que el deber de fraternidad de los pueblos concierne, en primer lugar, a los pueblos más favorecidos, por deber de solidaridad. Las naciones más ricas deben ayudar a las más pobres, por solidaridad y por justicia social, por darles lo que les corresponde. Por lo tanto, la ayuda no es únicamente un problema de solidaridad, es un problema de justicia y un deber de caridad universal, caridad que, en términos cristianos, no es sinónimo de limosna; la caridad es compartir aquello que le corresponde al otro y que yo no tengo derecho de reservar. No se trata de vencer el hambre o hacer retroceder la pobreza. Se trata de construir un mundo donde todo hombre, sin excepción de raza, religión y nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana.
Pero para comprender la pobreza, debemos remitirnos a lo que en el Antiguo Testamento se entiende por “pobreza de espíritu”. Aquí la idea predominante es que Dios tiene un amor incondicional y apasionado por el hombre y condena las causas de la pobreza. La tradición profética del Antiguo Testamento da clara cuenta de esta preocupación de Dios, y denuncia que la pobreza es producto de la injusticia, la explotación y abuso que cometen quienes tienen más. Ahora bien, el Antiguo Testamento concibe al pobre como el que no tiene nada, el que vive con frecuencia en situación de opresión, de inseguridad, que no es escuchado por nadie. Es el que no tiene rostro, al que todo el mundo desconoce porque no tiene posesiones en un mundo de poder, y sólo tiene a Dios al cual se abre y del que todo lo espera. En este sentido, la pobreza es vivir radicalmente inseguro, es conocer los propios límites existenciales, descubrir la inanidad de la existencia. En definitiva, vivir la pobreza significa darse cuenta de que lo valioso es poseer las cosas mínimas necesarias para vivir, y que todo lo demás es superfluo. Por eso, descubrir la futilidad de la vida es comprender que lo único indestructible, lo único definitivo, es Dios. Por lo mismo, el pobre es situado en paralelo con el justo, porque el pobre es un nada teniente, un abandonado que sólo suscita compasión y desprecio, pero que conoce y comprende su propia miseria. El pobre frente a Dios reconoce su estado de imperfección y se abandona definitivamente a Él, reflejando así su pobreza de espíritu; se abandona como el niño se abandona en los brazos de su padre. Este es el destino de los pobres, convertirse en «rostros» de Cristo, que cuestionan al hombre y a la sociedad.