05/03/2025 - 31/05/2025

Mujer en la Iglesia: identidad y misión

Me gusta mirar atrás. No por nostalgia, sino por gratitud. Porque solo en la memoria reconocemos los cimientos que nos sostienen. Hoy vuelvo la mirada hacia las mujeres que han sido historia, sostén y profecía en este largo camino de la salvación.

En el Antiguo Testamento sus nombres resuenan como un eco entre el susurro y el trueno. Sara ríe ante la promesa imposible y su risa se convierte en cuna de un pueblo. Débora juzga y lidera con sabiduría. Rut es la mujer fiel y valiente… Pero es en Jesús donde la relación de Dios con la mujer alcanza una revolución inédita. En un mundo donde la mujer es relegada, Él la llama discípula, la hace amiga, la convierte en testigo. No ve en la samaritana a una marginada, sino a una portadora de la Verdad. Se deja tocar por la hemorroísa cuando todos la esquivan, defiende a la adúltera cuando todos la condenan. Y cuando todo se hunde en la cruz, cuando el miedo silencia a los discípulos, ellas permanecen. María Magdalena, primera en ver y anunciar al Resucitado, se convierte en apóstol de los apóstoles. Y en todo María, su madre…

Después Febe, Prisca, Lidia… nombres que a veces pasan desapercibidos pero que son esenciales en la expansión del cristianismo, así como los de muchas mujeres anónimas que, en tiempos de persecución, sostuvieron comunidades clandestinas arriesgando su vida por el Evangelio. Después Melania, Hildegarda de Bingen, Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Juana de Arco, Teresa de Lisieux, Edith Stein… Y junto a ellas, tantas otras cuyos nombres nunca conoceremos: madres que han transmitido la fe en el silencio del hogar, misioneras que han llevado el Evangelio a tierras lejanas, religiosas que sirven y contemplan, maestras, periodistas, teólogas, científicas…

Dios llama a mujeres y hombres con la misma voz, con la misma ternura, con el mismo desafío. Pero, como decía San Juan Pablo II, la contribución femenina es única porque sabe “acoger, proteger y dar sentido a lo humano”. Se habla mucho de la presencia de la mujer en la Iglesia y con frecuencia  la reflexión se centra en su acceso a espacios de decisión o a determinadas órdenes. Seguro que este debate es necesario. Pero creo que se debe apoyar en una base profunda, la que da a la Iglesia su verdadera identidad: una comunidad que vive desde la complementariedad, donde cada vocación, masculina y femenina, se despliega en plenitud. Una Iglesia en la que cada mujer, como cada hombre, pueda encontrar en ella su hogar y su misión. Una Iglesia con rostro materno, con capacidad de acoger, escuchar, cuidar y transformar.

MARÍA ÁNGELES FERNÁNDEZ MUÑOZ